Leo Beenhakker, hombre amable, entrenador valiente
Fue el entrenador perfecto para una generación a la que había que animar a jugar: aquel Madrid de la Quinta del Buitre estaba lleno de cracks y él los dejaba ser


Supimos poco de Leo Beenhakker en los últimos años. Solo referencias inquietantes sobre su estado de salud que traían amigos comunes. Eran comentarios en voz baja, coherentes con el gusto por la discreción de Leo. La noticia sobre su fallecimiento no fue una sorpresa, pero llegó igual de dolorosa, reviviendo lejanos recuerdos.
Nos encontró el Real Zaragoza en el año 1981, donde yo jugaba y él aterrizó a mitad de temporada. Venía desde el Ajax, que no es cualquier cosa, pero eran tiempos en que las noticias no eran tan ágiles como ahora. Sabíamos poco de su trayectoria. Su presencia era dominante, su carácter afable y no sabía ni una palabra de español. Al poco de llegar coincidimos en el Restaurante Bienvenido de Zaragoza, lugar de encuentro del deporte aragonés. Leo estaba con su pareja festejando que cumplía, según sus propias palabras, treinta y diez.
Utilizó el balón como vehículo de comunicación. El fútbol español de esos días era mucho más físico que técnico, de manera que había llegado un revolucionario que nos puso en otra dimensión. Desde el primer día el campo estaba lleno de balones y, créase o no, aquello era una novedad. Los entrenamientos eran exigentes, pero representaban las dificultades del juego y resultaban divertidos. Partidos con equipos reducidos en espacios cortos a mucho ritmo y él incitando a la competitividad. Nos ganó rápidamente porque tenía algunos rasgos admirables. Era agradable, tenía sentido del humor y una característica difícil de ver en el tenso fútbol: ganáramos o perdiéramos, al día siguiente de los partidos nos esperaba con la misma sonrisa.
Pero cabe aquí la manida frase que dice que lo cortés no quita lo valiente. En una ocasión, un jugador con fama de machito peleón teatralizó su malestar porque no había jugado y, después de un cambio de impresiones con Beenhakker, hasta llegó a desafiarlo. Leo aguantó el tirón, pero al final del entrenamiento le dijo al rebelde que pasara por su vestuario. Cuando entró cerró la puerta con llave, tiró la llave por la ventana y le dijo: “De aquí no nos vamos hasta que resolvamos este tema”. El comentario llevaba implícito la invitación a pelear, llegado el caso. Leo venía de una familia humilde y perdió a su padre siendo adolescente, sabía tratar a la gente, pero conocía las leyes de la calle. El machito peleón nunca volvió a ejercer de rebelde y Leo agigantó su prestigio porque en el fútbol la valentía era, y aún es, un valor indiscutible.
Aquel equipo no trascendió por grandes resultados, pero sí por la calidad del juego y por su intención siempre atacante, con mediocampistas de la categoría de Juan Señor (jugadorazo), Juan Barbas (Selección Argentina) o Pedro Herrera (padre de Ander y jugador de primer nivel) que nos ayudaban a manejar los partidos y a mantenernos con autoridad en Primera División.
Fui su orgulloso capitán durante el tiempo que estuvo en el club, por lo que tenía con él una relación estrecha, pero siempre lo traté de usted. Luego, nuestros caminos se separaron. Pero estando en el Madrid, cuando viajábamos a Holanda, Bélgica o Alemania, Leo pasaba a saludarme al hotel, ya con un estatus de amigo que nos trasladó del usted al tú.
Tiempo después, Ramón Mendoza entendió que la Quinta del Buitre necesitaba de una idea futbolística atrevida y pensó que Beenhakker era el hombre ideal. Me preguntó por él y le transmití con entusiasmo mi parecer. Como el presidente le comentó que yo había influido en su contratación, en el primer entrenamiento Leo se reunió conmigo para decirme que gracias, pero que yo no tendría ningún privilegio. Le contesté con una sonrisa, “como usted mande”, así que abandonamos el tuteo y seguimos tan amigos.
Fue el entrenador perfecto para una generación a la que había que animar a jugar. Aquel equipo fluía como pocas veces se vio. Siempre creí que hay tanto pecado en quitarle libertad a un crack como en dársela a un jugador mediano. El Real Madrid de Leo estaba lleno de cracks y él los dejaba ser. Nunca volví a ver un Madrid de juego más atractivo y delicado. Le faltó coronar su trayectoria con una Copa de Europa, pero, diga lo que diga la leyenda, el Madrid no siempre tiene suerte y aquella generación perdió muy injustamente una semifinal contra el PSV Eindhoven. Ese era el año, porque más tarde llegó el Milan de Sacchi y barrió con todo.
Tuvo un segundo paso por el Madrid, suplantando a Radomir Antic en las jornadas finales de la Liga 91-92, que terminó de la peor manera en Tenerife, donde yo estaba sentado en el banquillo rival. Cuando el fútbol se pone cruel, su maldad es incomparable.
El amor al fútbol le llevó a dirigir las selecciones de Países Bajos, Arabia Saudí, Trinidad y Tobago y Polonia. Pero antes triunfó en España, también en el Ajax y el Feyenoord. Me consta que México recuerda su paso por sus dos grandes: América y Chivas de Guadalajara. En el América marchaba primero con un gran juego, pero cerca del final del campeonato el presidente del club le ordenó que no alineara a Joaquín del Olmo por presuntos conflictos económicos. Leo sacó al valiente que siempre tuvo dentro y no atendió a la orden. Le echaron porque en el fútbol ser una persona íntegra no siempre da rédito.
Los últimos años, como los primeros de su vida, no debieron ser fáciles para Leo. Pero este hombre discreto, aventurero, amante de los valores y del fútbol, pasó dejando huella entre quienes lo conocimos. Para mí fue muy importante y lo despido con un saludo afectuoso para su familia y una agradecida emoción.
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